Siempre me he considerado una persona ordenada y organizada, trato de planificar y estructurar mis días para evitar que se me pasen cosas importantes y para sacarle provecho a todo lo que pueda. Sin embargo, detrás de esta aparente calma que trae el tener las cosas bajo control, hay una historia un poco más compleja que oculta un temor muy grande a perder y fallar.
Para contextualizar un poco, es importante mencionar que desde pequeña tuve que pasar por diversas mudanzas debido al trabajo de mi papá. No solo cambiábamos de casa, sino también de país. Debía adaptarme a costumbres e idiomas diferentes, colegios y amigos… Cada cierto tiempo, era entrar a un terreno completamente nuevo para mí, incierto, en el que no sabría lo que sucedería ni a quien conocería; eso hizo que cierre mi círculo de confianza únicamente a mis padres y hermanos. Poco era lo que estaba bajo mi control, ya que vivía en un cambio constante, en el que era muy doloroso aferrarme a algo, ya que al poco tiempo había que soltarlo.
Asimismo, mis padres eran para mí modelos de éxito, yo admiraba su gran independencia y creía que podían con todo. Mi mamá, desde que tengo uso de razón, es sumamente ordenada; cualidad necesaria para manejar una familia de 5, repartir su tiempo entre 3 hijos y sus actividades; sin dejar de mencionar la cantidad de mudanzas que hizo y deshizo sin olvidar nada importante en el camino. Por otro lado, mi papá siempre fue organizado, tanto con su trabajo como con su vida personal, hasta los billetes que tenía en su billetera tenían un orden (una costumbre que yo he heredado). Estas cualidades siempre las vi como herramientas vitales para el día a día. Frente a esto, yo asumía que también debía ser así, tenía que poder con todo sola, así sería independiente.
Hoy, que me detengo a reflexionar, me doy cuenta que probablemente fue esto lo que me llevó a querer estar en control, inicialmente con el fin de querer “encajar” ante la diversidad de culturas a las que me veía expuesta y al gran valor que le daba al orden y la organización.
Veía que mi entorno reforzaba la idea de que a mayor "control" de las cosas y de mí misma, mayor era la posibilidad de lograr todo lo que me propusiera. Lo cual, con los años se transformó en una búsqueda, un tanto insaciable, de conseguir cada uno de mis objetivos. Lamentablemente, mientras uno va creciendo, la complejidad de la vida va haciendo notar su presencia, y esa creencia de que lo podía todo comenzó a desvanecerse. Fue en la adolescencia cuando empecé a notar mis “fracasos”, me cuestioné mis cualidades y noté que no era buena en todo. Esa noción me cayó como un balde de agua fría que afectó fuertemente mi autoestima y confianza.
En lugar de mirarme con compasión y amor, me volví aún más exigente y controladora, pensaba que el fracaso se debía a la falta de organización y poco esfuerzo; así que terminé exigiéndome al máximo, buscando eliminar cualquier tipo de error. Comenzó en cosas pequeñas, tal vez trabajos del colegio; sin embargo, con el paso del tiempo, mi deseo por “controlarlo todo” fue creciendo. Se trasladó a mi aspecto físico y mi forma de ser, para así lograr encajar y caerle bien a las personas. Recordemos que siempre era la nueva del colegio, así que tenía que amoldarme a lo que veía para tratar de pertenecer a algún grupo y no parecer distinta o rara. Cambie de peinado, reprimí mi forma de vestir, porque la consideraban “extravagante”o “exagerada”, y modifiqué mi manera de hablar o inclusive dejé de hacerlo, ya que algunas veces se burlaron de mí por tener un dejo distinto. Todo ello, hizo que por muchos años alterara y opacara mi esencia.
Asocié el perfeccionismo a comportarme, vestirme y hablar “adecuadamente”; y todo se veía reforzado por la aceptación en nuevos grupos, buenas notas en el colegio y cumplidos relacionados a mi responsabilidad y disciplina, tanto en el deporte como en lo académico y personal. Ser “perfecta” o hacer las cosas “perfectamente” me daban la sensación de “ser suficiente”; lo cual se volvía un círculo vicioso, en el que cada vez buscaba más ese ideal perfecto, exigiendo y presionándome duramente. Paraba en autovigilancia, en el que observaba con lupa mis acciones y criticaba todo lo que hacía.
Sin embargo, no llenaban el vacío que sentía, pues esos cumplidos rellenaban aquello que no lograba satisfacer por mí misma. El mirar con microscopio mis resultados, hacía que encuentre constantemente “errores”, buscando modificar todo hasta que estuviera "perfecto", llevándome a un desgaste físico, mental y emocional, ocupando más tiempo del que debía. Tenía miles de cuestionamientos, dudas y sentimiento de "no ser lo suficientemente buena", que luego lo personalizaba a "no eres suficiente".
Irónicamente, solo fui a caer en cuenta que estaba intentando controlarlo “todo”, cuando todo, en el amplio sentido de la palabra, salió fuera de mi control, haciéndose presente como un trastorno alimenticio, llamado Trastorno por Atracones.
Solo pude descubrir que ese descontrol provenía de un control en exceso tras varias sesiones de psicoterapia. Me di cuenta que ese perfeccionismo y control excesivo, eran mi mecanismo de defensa; fue un recurso que en su momento funcionó y que me permitió sentirme mejor, protegiéndome de emociones desagradables e incómodas, pero que a la larga no eran funcionales ni saludables. Escarbando un poco más, encontré que el control me llevó a aferrarme a ciertas cosas para sentir estabilidad.
Fue difícil aprender a soltar el control, porque me protegía del dolor de la pérdida, de la incertidumbre, de darme cuenta que soy una persona falible e imperfecta (y no por eso menos valiosa). Es algo que hoy en día continúo aprendiendo, encontrar ese balance es un trabajo constante de autoobservación, empoderamiento, validación y colocar límites.
Dejar ir la “perfección” me hizo entender que no necesito poder con todo ni ser la mejor para ser apreciada y caerle bien al resto, ni es un método saludable para conseguir lo que me propongo.
Me he dado cuenta que aprender a soltar me ha ayudado a confiar en otros. Ahora soy consciente que pueden quererme tal como soy, con mis virtudes y defectos; también he aprendido a apreciar y enriquecerme de las diferencias, de disfrutar de las sorpresas de lo desconocido por mí. El soltar me permite ser más libre, dejar de lado reglas tan estrictas que hacen que vea las cosas de forma polarizada (todo o nada):
Si quiero correr, no tengo que correr una maratón, puedo disfrutar de correr 3 km.
De comer solo lo consideraba "sano" a comer lo que me provoca, cuando y cuanto quiera.
Me doy cuenta que equivocarme es parte de mi naturaleza humana e importante para mi crecimiento y aprendizaje, no es sinónimo de fracaso ni mucho menos me resta valor como persona. Desligarme de tantas presiones "autoimpuestas" me permitió relajarme, descansar, disfrutar. Disminuyó mis dolores de cabeza, mejoró mi rosácea, reguló mi sistema gastrointestinal (no volví a estar estreñida), hizo que esté menos irritable, me conectó con mis reales objetivos y gustos, y me empoderó como mujer única e irrepetible.
Dejar atrás todas estas exigencias me dio la oportunidad de conocerme realmente, de dejar fluir mi esencia, y aceptarme y respetarme tal cual soy. Soltar el control y la búsqueda por lo perfecto me permite estar presente, y vivir realmente, en todo el sentido de la palabra, sin limitaciones autoimpuestas.